Humanismo e Ilustración: la Felicidad como derecho
El fin de la
sociedad es la felicidad común.
Art.1º del Acta Constitucional Francesa de 1793
David Hume en el salón de Madame Geoffrin |
Esta
contundente sentencia se producía en los albores del momento más sangriento de
la revolución iniciada en 1789. Muy poco antes del incesante e implacable caer
de la guillotina que tuvo lugar bajo la férrea dirección de Maximilien
Robespierre y los jacobinos.
Desde los
tiempos de Aristóteles hasta la Edad Media el concepto de Felicidad se podía
resumir en dos corrientes: la que consideraba la satisfacción de los placeres
como la felicidad y la que postulaba que para lograr la felicidad debería
incluirse la virtud y la sabiduría. En otras palabras, la verdadera felicidad
sólo podría alcanzarse una vez en los cielos junto a Dios. No obstante, debemos
entender que tal concepción estaba fuertemente motivada por las duras
condiciones en que se vivía en aquéllos tiempos: guerras y hambrunas
constantes, epidemias como la Peste Negra, el poder y la riqueza en manos de
nobleza y clero -a las que interesa mantener en la ignorancia al grueso de la
población-, la inexistencia de una clase media...
No es hasta el
Renacimiento cuando empieza a tambalearse este entramado ideológico. Para los
pensadores humanistas, el centro del mundo deja de ser Dios, perdiendo sentido
la idea de que la felicidad está en el cielo. Ahora, el placer va a estar cada
vez más vinculado con la felicidad (Locke). Este pensamiento se debe entre
otras causas, a la mejora de las condiciones de vida que se produce ya a
finales de la Baja Edad Media, el incipiente nacimiento de una clase media, los
avances científicos, las nuevas concepciones artísticas e incluso el
descubrimiento de la patata en el continente americano, y que ayudó a paliar
las grandes hambrunas que sufría la población europea por las malas cosechas y
las guerras.
Con Hume, la felicidad como sistema de
placeres adquiere un significado social pues la define como “el placer que se puede difundir al mayor
número de personas”.
Posteriormente,
Kant definió la felicidad como la “condición
de un ser racional en el mundo, al cual, en el total curso de su vida, todo le
resulta conforme con su deseo y voluntad”.
El salón de Madame Geoffrin en 1755, por Anicet Charles Gabriel Lemonnier. Château de Malmaison. |
Así llegamos a
la Ilustración, donde surge la idea de “felicidad como derecho del individuo”. Filósofos
como Voltaire y Rousseau afirman que la felicidad no es un capricho del
destino, ni tampoco una recompensa divina que uno recibe como premio a un buena
conducta en vida, sino algo que todos deberíamos alcanzar en la Tierra. “El ser humano tiene derecho a ser feliz y
es misión del gobernante conseguirlo”: esta idea puede apreciarse en el
pensamiento de muchos pensadores ilustrados.
La importancia
que se le da a este concepto será tal, que textos como la Declaración de
Independencia de Estados Unidos (1776) y la Declaración de los Derechos del
Hombre y el Ciudadano (Francia, 1789) establecen el derecho a “la felicidad de
todos”. Y por poner un ejemplo más cercano, la Constitución española de 1812
establecía que “el objeto del Gobierno es la felicidad de la Nación, puesto que
el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos
que la componen” (Constitución de 1812. Capítulo III - Art.13).
Como vemos, la felicidad
en el siglo XVIII es un bien realizable en vida que va a ser encauzado por la
razón y debe ser social (si no es social, no es felicidad; no es una noción
individualmente posible). Y ya que debe ser social, es el Estado el responsable
de velar por su cumplimiento a través de la Justicia y el buen gobierno.
Una concepción
que iba a ser defendida por los pensadores y políticos ilustrados ante la
resistencia del sector más apegado al Antiguo Régimen y que se extendería por
Europa junto a las conquistas de Napoleón. Una idea que, pese a la derrota de
la Francia napoleónica, prevaleció junto a otras ideas de la revolución y se
asentó en la mentalidad de los pueblos. Idea que ha quedado patente en las
constituciones democráticas actuales y que parece resultar de difícil
consecución.
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